Este es mi bisabuelo Ildefonso.

Padre de mi abuela. Abuelo de mi madre.

No llegué a conocerle, murió años antes de que yo naciera, pero sus historias son la columna vertebral de mi familia. De él tomamos nuestro apodo familiar y de él bebe parte de nuestra herencia emocional.

Una de las historias que más me gusta y emociona es de cuando iba a comprar ganado a la feria de Cedrillas. Eran otros tiempos, la existencia de los camiones de mercancías todavía tardaría en llegar, y mi bisabuelo quería comprar un rebaño entero de ovejas.

Para hacerlo, cogía su bicicleta y bajaba desde Blancas a coger el tren a Monreal. Desde ahí, iba a Teruel. Y, entonces, bajaba su bicicleta a las orillas del Turia y emprendía la subida con su bicicleta sin marchas. De la estación de tren de Teruel a Cedrillas hay 33 kilómetros, pero el principal escollo no es la distancia: es la altura.

El puerto del Cabigordo nos espera en lo alto tras carreteras sinuosas, que ahora en el coche nos resultan fácilmente salvables. Pero Ildefonso subía con la fuerza de su corazón, con el movimiento de sus piernas.

Imagino que muchas veces llegaría a cansarse, que muchas veces le faltaría el aliento. Imagino su mirada fija en la siguiente curva. Rapaces sobrevolándole, buitres esperando su desfallecimiento. Entonces llegaría arriba. Mi bisabuelo bajaría de la bicicleta, estiraría sus dolientes piernas y tomaría un respiro sobre los rocosos 1600 metros. Palomera y San Ginés saludándole a la misma altura. Y todo Teruel a sus pies.

Ese era su premio.

Después le quedaban aún días hasta regresar a esa paramera que se vislumbraba a lo lejos. Comprar las ovejas en Cedrillas y volver por el Alfambra, atravesar el Campo de Visiedo y entonces, ya sí, pisar el Jiloca de nuevo.

Cada vez que emprendo ese recorrido reconozco en ese paisaje a mi bisabuelo. Y pienso en esa herencia intangible que me dejó en forma de recuerdo. Pienso en ese tejido indisoluble que ata paisaje con emoción y en cómo este relato también configura nuestras identidades.

Cuando ascendía el Cabigordo, mi bisabuelo también lo conquistaba. Era suyo. Igual que de los que pastoreaban en sus cimas. Igual que de todos los que se han emocionado viendo Teruel a sus pies.

Ahora, si todo continúa según lo establecido, ese paisaje pasará a ser propiedad de una empresa. No será más que de ellos.

Y lo que nos quedará a nosotros, a los que vendrán, será el recuerdo de un paisaje.

Estamos a tiempo de pararlo.

Artículo redactado por Vega Latorre Fuertes.

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